Escribir

Franco Gerarduzzi
3 min readJun 14, 2021

Tenía unos veinte años y leía poco, hasta que en un seminario de la facultad leímos la nouvelle «Los crímenes de la rue Morgue», del estadounidense Allan Poe. No me interesó tanto la trama como Dupin, el detective. Él y el narrador se conocen en una librería parisina, mientras buscan un mismo libro. Se hacen amigos y se van a vivir juntos a una zona retirada de un barrio de la ciudad — porque, por una serie de acontecimientos desfavorables que no se dicen, Dupin, digamos, es pobre — . Me atrajo que se recluyeran, que no recibieran a nadie, que hicieran de sus días una noche interminable, que al amanecer cerraran las ventanas, encendieran velas y leyeran y escribieran y conversaran hasta que, finalmente, llegara la noche. En ese momento, salían a la calle a deambular y, durante esos paseos, Dupin mostraba que era capaz de deducir lo que pensaba su compañero — el narrador — con tan sólo mirarlo en silencio. Por aquellos días, yo vivía un poco así: con las persianas de mi habitación bajas, leyendo y escribiendo, haciendo caminatas a la madrugada, solo. Esa lectura hizo que me identificara aún más con ese hombre para el que la vida parecía reducirse a las palabras, al análisis de cualquier hecho por más insignificante que fuera. Pero, en el libro, uno de esos hechos es el asesinato de una mujer y su hija. Lo demás es una burla a la Policía, que no logra hallar al culpable del homicidio: al final, Dupin resuelve el caso y devela que es un orangután el que las mata. Yo, entonces, quise transformarme en alguien capaz de comprender los gestos, una mirada, el detalle en una serie de testimonios, me aferraba a la frase de este libro que dice: «Observar con atención es recordar con claridad». Hoy recordé, después de releerlo, que mi madre, cuando era joven, le daba clases de inglés a miembros de la Policía Judicial de Córdoba. Entre sus alumnos había dos detectives. Cuando regresaba a casa, me hablaba sobre esos hombres, los evocaba con sus pilotos, con sus libretas de anotaciones, con su displicencia, con su reserva. A mí me fascinaba escucharla y me prometía a mí mismo que, cuando creciera, me convertiría en uno de ellos. Crecí y me convertí en un periodista que hizo su tesis de grado de la licenciatura en comunicación social sobre la construcción del delito en el cine argentino porque no pudo parar de leer policiales desde aquella clase y porque, en el fondo, tampoco pudo parar de pensar en esos detectives de la ficción que son periodistas. Trabajé en un diario como jefe de las secciones policiales y judiciales y cubrí crímenes de todo tipo. Sentí, por primera vez, que estaba cerca de una investigación, que podía hablar con fiscales, con jueces, con investigadores. Sentí que podía parecerme a uno. Y, cuando comencé a escribir los artículos, intenté que se notara que, detrás de los crímenes, había otras historias. Intenté develar ese otro enigma: el de la mirada, el qué miro y cómo lo miro. Porque escribir, al fin y al cabo, es intentar descubrir lo que se quiere decir y eso sólo se hace escribiendo.

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Franco Gerarduzzi

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